Largas

La casa amarilla

Obra enviada por Jorge Majfud

Sosa estaba preocupado por su hijo, Edison, desde que cumplió nueve años. Había comenzado a buscar sus propios rasgos en el rostro del pequeño y había llegado a la conclusión de que, sin duda, era su hijo.

Pero el niño lloraba con más frecuencia que lo normal, todavía se orinaba en la cama después de un par de correcciones, en la escuela prefería sentarse al lado de una niña y en los recreos recitaba los versos de Martí, que la maestra había puesto de tarea, en lugar de jugar a los policías y ladrones con los demás varones. A los catorce, Edison mostró inclinaciones por la música, más concretamente por el piano y a los quince llegó un día a la casa diciendo, con entusiasmo como si hubiese recibido un premio, que el maestro del high school le había visto buenas aptitudes para la danza clásica.

A los dieciocho, el señor Sosa anotó a Edison en el army, que además tenía la ventaja de pagar por sus estudios universitarios.

El mismo año, como hizo su padre en Puerto Rico, lo llevó a un prostíbulo de Daytona. Pero la meretriz que administraba el negocio notó que Edison parecía menor de edad.

—¿Cuántos años tiene el chico? —preguntó.

Sosa no sabía exactamente qué edad marcaba el inicio de la adultez en su país, que todavía le resultaba ajeno. Cortó por lo sano y respondió:

—Veintiuno.

—Claro que no tiene veintiuno —dijo la mujer—. ¿Piensas que me chupo el dedo? Llevo cuarenta años chupando otra cosa y sé cuando los papis traen a sus nenes de pecho a que los hagamos hombres. Me comí más de un niño como estos y sé reconocer uno cuando recién cambió los dientes de leche.

—Diecinueve. Está bien, tiene diecinueve —dijo Sosa.

—Ni veintiuno ni diecinueve. El chico apenas si tiene dieciséis. ¿Qué quieres que haga con una de mis chicas? No tiene con qué. Espera que se haga hombre de verdad antes de traerlo de nuevo.

—Tengo dieciocho —dijo Edison, saliendo por un momento del terror que le había provocado la idea de hacer un papelón ante una mujer desnuda—, y sí tengo con qué, tengo para dar y repartir a cualquiera de esas putas y a usted también, con todas las jineteadas que tiene en su record.

—No me hagas reír, bebé de pecho. Termina de tomar tu leche y luego hablamos. Y usted, señor, por el respeto que me merece el haber sido alguna vez uno de mis clientes, si mal no recuerdo, le pido que saque a este polluelo de aquí. No quiero volver a tener problemas con la policía ¿entiende? Y porque lo conozco, sé que usted no es uno de esos camuflados, pero no quiero arriesgar nada. Quiero retirarme pronto.

Sosa, sonriendo para atenuar la tensión de la situación, pidió una excepción con el muchacho hasta que la encargada lo amenazó con llamar a la policía. Sosa soltó la carcajada. Sabía que más de una de las chicas era ilegal en varios sentidos, pero no quiso insistir. Edison se había puesto pálido y le pareció que temblaba, sino de miedo al menos de ira. En eso salía al padre, pensó, difícil de controlarse.

Camino a casa Edison no dijo palabra. Se limitó a escuchar el monólogo fragmentado de su padre que lo felicitó por su intervención (era lo menos que se merecían esas putas) pero no dejó de anotarle otros puntos en contra, como haberse arrugado al final, “como un pollito mojado”, dijo.

Edison recordaría por siempre el rostro de la mujer que llamaban “la colombiana”, sus ojeras con arrugas, su pelo teñido de rubio pajoso y sus labios carnosos pero no sensuales del todo. Esos labios rojos que habían escupido en su cara “no tiene con qué”, como una confirmación de lo que él siempre había sospechado. No era suficientemente macho para hembras que sabían lo que era ser perforadas por verdaderos animales de carga.

El sábado siguiente, decidió poner fin a todos los planes y especulaciones que lo habían atormentado durante la semana y le pidió el auto al viejo.

—Estás de suerte —dijo Sosa—, porque estoy molido y no salgo esta noche.

Cuando le dio las llaves del viejo Buick, le advirtió:

—Maneja con cuidado. Y cuidado con lo que subes al carro. Ya tú sabes, como los watermelons, tiene que estar a punto de partirse. Siempre mira si la chica tiene carozo en la garganta; es como la falta de caderas o la voz gruesa…

—Voy a la playa con los amigos, papá.

—Sí, yo decía lo mismo allá en San Juan.

Edison volvió al prostíbulo de la colombiana. Pero al estacionar vio un grupo de mexicanos que entraba haciendo bromas y pensó que su plan A era una locura o simplemente demasiado para sus posibilidades. Iba a hacer el ridículo una vez más y sabía que luego ya no podría recuperarse de una nueva derrota.

Así que fue por su plan B. Corrió por la playa a sesenta millas por hora, entró por Daytona al sur y en una de las áreas más oscuras de Port Orange, cerca de las once P.M., llegó a una dirección que había rastreado en Internet. Aparecía en distintos foros donde decenas de anónimos elogiaban o se burlaban de las viejas de Casa Amarilla.

Metió el GPS en la guantera y sacó una pistola de plástico que escondió en la chaqueta. La noche y el silencio multiplicaban el olor salado del mar. Esa impresión de irrealidad atenuaba cualquier cálculo y lo movían como una ola hacia su destino.

El plan B resultó más sencillo de lo esperado, apenas cruzó el umbral de la puerta. Efectivamente era un prostíbulo. La casa estaba organizada como las casas hispanas del siglo pasado: un patio central rodeado de arcos que de día protegían del sol el pasillo y a esa hora arrojaban sombras negras sobre las puertas donde esperaban las mujeres de la vida. Las mujeres de la vida, como decía su padre.

La luz de la luna dio sobre el rostro de una joven que le sonrió, pero a esa altura Edison no tenía una idea clara de lo que estaba haciendo, por lo que continuó caminando un poco más como si supiera lo que hacía. Se decidió por el segundo rostro que le sonrió, esta vez desde una de una sombra curva.

El segundo rostro no era tan hermoso o pertenecía a una mujer de unos cuarenta, tal vez cincuenta años, pero le inspiró más confianza. La belleza lo amedrentaba hasta paralizarlo. Le puso una mano en una mejilla y la mujer lo tomó del brazo. Le sonrió, le dijo “buenas noches, bienvenido”.

Sin mirarlo, con movimientos que Edison adivinó rutinarios en su profesión, la mujer se dirigió al baño mientras le preguntaba, “¿dónde has estado todo este tiempo, querido?”.

Edison no contestó. Era obvio que se trataba de otra frase hecha, propia del oficio. Vio sus glúteos, bastante firmes para su edad, sus senos algo caídos luego de ser liberados del sutien. Pensó en su sexo que no había respondido aún a la situación, como debiera.

La mujer tuvo que esmerarse para que el cliente entrase en confianza y se aliviara en los habituales quince minutos. Un televisor iluminaba su rostro de rojo y azul y aconsejaba cambiar su auto viejo por el nuevo Ford 2009. Don Francisco insistía en que Ramiro, de San Salvador, se arrodillase ante su mujer para pedirle perdón por haberle sido infiel. Su mujer lo perdonó y el público estalló de emoción. Un primer plano mereció un rostro en la platea, bañado en lágrimas.

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“Muy bien hecho, señor. Muchas gracias. Nuestras secretarias los llevarán por el túnel del Amor, donde los espera nuestra Reina Latina para entregarles dos pasajes en crucero a Islas Vírgenes y Barbados. En nuestro próximo bloque, auspiciado por Big Shield, ‘asegúrate, asegúrame antes de que sea tarde’, tendremos a los niños del panel quienes nos darán consejos sobre el matrimonio y mucho más, en Saaaaaaaabado Gigante…”

Casi al final, Edison logró concentrarse y cumplió con su mandato de hombre. Vio los pechos de la mujer, grandes, agitados pero flácidos, los ojos abiertos hacia el techo, como si sufriera mientras repetía que lo estaba haciendo muy bien, que faltaba poco, que ya estaba ahí. Finalmente gritó sin ganas.

La mujer le regaló cinco minutos extras. Edison quiso saber algo de quién había sido su primera mujer, de quien lo había hecho hombre. Supo que era cubana, que la vida aquí no había sido tan fácil como ella había imaginado en la isla. Había sido reina de Camagüey y le habían dicho que con su belleza llegaría a ser reina Latina en Miami. Pero un jurado estúpido no supo apreciar su orgullo por haber cruzado ese mar infestado de tiburones para enseñarle al mundo lo que es ser una verdadera reina, condición que no se hereda pero se lleva en la sangre, y la acusó de arrogante y nunca pudo cumplir con su verdadero destino.

Edison, que se había hecho llamar Ignacio desde el principio, iba a preguntarle cómo había llegado hasta allí, pero comprendió que Laira debía haber escuchado la misma pregunta mil veces y que ella habría repetido siempre la misma mentira como respuesta. También pensó que la historia de reina de Camagüey era falsa. Había conocido a muchos otros inmigrantes exagerando méritos; hasta ellos mismos se habían convencido de sus propias fantasías.

El sábado siguiente Edison volvió a la Casa Amarilla. Nunca vio el color amarillo de sus paredes, a pesar de la fuerte intensidad con que brillaba la luna, quizás, pensó, porque ese color es uno de los primeros en desvanecerse con la oscuridad.

Buscó a Laira. Nadie la conocía. Pensó que era un nombre inventado, que tal vez la cubana inventaba un nombre diferente cada noche, por lo cual las compañeras no podían identificarla. A una, que lo invitó a pasar, le explicó que era cubana.

—En la casa sirven tres cubanas, dos venezolanas, una argentina y una americana. No te puedes quejar, chico, tienes para elegir.

—La cubana que yo busco es pelirroja, mayor que tú…

—Mira, polluelo, creo que esa no está ni es pelirroja.

—¿Cómo se llama?

—Ah, no, chico, aquí no damos datos personales. Confórmate con lo que hay o ve dando la vuelta.

Edison se fue pero volvió el lunes y el martes siguientes hasta que comenzó a llamar la atención de las mujeres de la casa.

Casi un mes más tarde, un viernes, luego de tres horas de paciente espera en su auto, la vio llegar. Esperó media hora y entró. Laira, o como se llamara, estaba en su lugar de costumbre. Edison le sonrió:

—Hola, Laira. ¿Cómo estás?

Laira no respondió. Su rostro reveló sorpresa y terror. Retrocedió y dijo que no estaba disponible. Quiso cerrar la puerta pero Edison puso una mano. La puerta le apretaba los dedos y Laira le rogaba que por favor sacara la mano que se iba a lastimar. Casi murmurando, Edison le dijo:

—Me estás lastimando, Laira. Me estás quebrando los dedos.

—Vete, por favor, váyase. Ya está. Le digo que no estoy trabajando hoy.

—¿Por qué me mientes, Laira?

—No me llamo Laira y ya déjeme en paz o llamo a la policía.

—¿Qué pasa, Laira, no te gustó la vez anterior? ¿Te parezco tan poca cosa? ¿Quieres que te pague más? Tengo dinero. ¿Por qué lloras? Me estás querando los dedos.

Laira cedió y Edison, dando un empujón, logró entrar. La tiró sobre la cama y se abrió el pantalón.

—Voy a gritar y vendrán las otras chicas. Por favor, no seas necio —dijo Laira.

Edison se arrojó sobre Laira y Laira comenzó a gritar.

En un instante entró una de las mujeres de la casa y se abalanzó sobre Edison hasta arrojarlo sobre el suelo. Pero Edison se incorporó y la abofeteó. La mujer respondió tomándolo de los cabellos. Histérica, gritaba, “abusador, abusador”. Hasta que cayó lentamente, deslizándose por el cuerpo de Edison.

Edison había sacado una navaja que perforó el abdomen de la argentina y al darse cuenta de lo que había hecho quedó petrificado por el horror. La argentina ya estaba muerta cuando Laira tomó a Edison de un brazo y le dijo:

—Vete, Edison, vete ya, antes que venga la policía.

Edison la miró con asombro. Estuvo a un segundo de preguntarle cómo sabía su nombre.

Finalmente huyó. En la playa el Buick se fue contra una ola y se dio varias vueltas. Edison perdió parcialmente la vista y el olfato. Gracias a una certera intervención quirúrgica, pudo recuperar la vista pero ya nunca más logró sentir el olor salado del mar.

Laira confirmó en su declaración que Edison estaba un poco pasado de copas, había querido tener relaciones con ella y ella se había negado porque sabía que Edison era el hijo que había entregado casi veinte años atrás al bueno de Sosa, quien se creyó que era su hijo y nunca se atrevió o no quiso confirmarlo. Laira comenzó a gritar y Raquel, la argentina, había acudido en su ayuda. Pero en el forcejeo, Lilian, que Edison conocía como Laira, había lastimado accidentalmente a Raquel con la navaja que siempre guardaba en su mesa de luz, más para asustar a los violentos que para otra cosa.

Autor: Jorge Majfud

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